Mañana
será otro día
Hace dos semanas Vanesa desapareció.
Ninguna de las mujeres que a veces la acompañaban sabe dónde puede estar.
Aunque su amigo Mario le dice que no se sienta culpable, René no deja de pensar
en la desaparición de Vanesa, así que entra en un estado cabizbajo, tomándose
media de aguardiente en las tardes.
René y Mario son artesanos que venden
aretes, pulseras, collares y pañoletas en la calle. Dos días después de la
desaparición de Vanesa, René empezó a vender cruces, recordando la fe de ella
por Cristo. Mario intentó persuadirlo para que no se metiera en un negocio que,
según él, lo llevaría a la quiebra. René cree que cada persona que compra una
cruz tiene un familiar o un amigo desaparecido. Piensa que contrario a lo
esperado las cruces se venden con éxito desde el primer día que las exhibió.
Vanesa se paraba a diario, con excepción
del domingo, frente a una cigarrería que ella y sus amigas llamaban La vitrina. Hacía tres años que había
llegado a trabajar a ese sector. Desde el primer día, René demostró que le
gustaba, que vivía encantado con su voz y su presencia. Así que al finalizar su
jornada laboral la invitaba a comer perro caliente en la esquina de la
veintidós. Vanesa se mostraba agradecida y le decía apreciar constantemente lo
que hacía por ella y considerarlo su mejor amigo, su única familia. Incluso los
domingos le pedía que la acompañara a misa. Aunque René no cree en Dios, lo
hacía. Tampoco discutía con Vanesa su exagerada fe por la Virgen María y San
Simón, el santo de las prostitutas. Feliz por percibir de cerca su aroma y
estar junto a ella, se arrodillaba a su lado sin reparar en que esto en otro
momento hubiera sido humillante, pensaba que eso de asistir a misa era un acto
hipócrita. Mientras ella adoraba y le pedía a la Virgen María, él adoraba y le
pedía a su propia “virgencita”: Vanesa.
Los parlantes del negocio Las Delicias tienen el volumen más alto
que otros días. Pronto llegará, el día de
mi suerte. Sé que antes de mi muerte. Seguro que mi suerte cambiará. René
escucha desconsolado aquella canción. Esperando
mi suerte quedé yo. Pero mi vida otro rumbo cogió. Sobreviviendo en una
realidad de la cual yo no podía ni escapar. Observa el reloj desesperado,
son las seis de la tarde y unos minutos. Piensa que Vanesa no llegará porque su
cuerpo hace parte de una interminable lista de N.N. que ha sido arrojado a un
río, o enterrado en una fosa común. Recuerda que Vanesa se sentía como una
huérfana que nadie amaba. Le contó que su madre nunca la había abrazado ni
nunca le había dicho cuánto la amaba; sólo le marcó su corazón y su cuerpo con
moretones. Tampoco había conocido a su verdadero padre, sólo a un desconocido
que se creyó su dueño.
Chepe, uno de sus amigos, llega dando
tumbos y con la nariz sangrando. Se ha convertido en un errante de la calle; en
un huérfano más de la ciudad, que dice entre pesadillas: puta ciudad.
–Huevón, mire quién apareció.
–Este Chepe un día de estos va a
aparecer en la morgue –comenta fastidiado René.
Mario, dejando atrás a René, se acerca a
Chepe y lo ayuda a levantarse.
–Vanesa, Va… nesa se fue… yo sé… dónde está –mira de reojo y se rasca la cabeza
desesperadamente–; sí, yo sé… dónde está la Vanesita –finaliza el nombre con
una explosión de risas que deja ver sus dientes manchados por el trasegar de
los días y las noches.
A lo lejos, René alcanza a escuchar lo
que él llamaría una confesión.
–Este es mucho… ¿qué pasó con Vanesa?,
ah, loco hijueputa.
Mario lo único que ve en ese momento es
a René encima de Chepe golpeándolo. El pobre Chepe, como le dice Mario, está desconcertado
sin entender de qué lo inculpan.
Mario empuja a un lado a René para que
no siga maltratando a Chepe.
–Este hijo de… sabe algo. Estoy seguro
de que sabe algo.
–Qué va a saber este man. ¿No ve que le
falta un tornillo? Está completamente tostado.
–Tal vez… es cierto, él no debe saber
nada. Pero esos policías hace dos días que no aparecen. Esos tipos, esos tipos…
–Esos tombos[3]
qué van a saber.
–¿Con quién está, con ellos o conmigo?
–Eso no se pregunta hermanito… lo que
pasa es que para usted hasta un perro es sospechoso.
René le recuerda que Rodríguez y Camacho
hacen ronda en ese sector en la mañana y en la tarde, y que desde que llegaron
demostraron que sus reglas eran implacables y el abuso era la de oro, que
cualquier situación debía pasar bajo su mando; que Vanesa había sido más de una
vez hostigada por ellos estando sola, por ejemplo Camacho deslizaba su mano por
el culo de la mujer, o en otros momentos entre forcejeos lograba tocarle los
senos.
Vanesa no comentaba el acoso al que
era sometida, sin embargo, una tarde René escuchó las obscenidades que le
decían Rodríguez y Camacho. Así que les gritó que eran unos tombos hijueputas
que abusaban de su poder, que se metieran con él, si eran tan hombres. Ambos,
de un momento a otro, se arrojaron sobre su cuerpo. René recibió un puñetazo en
el estómago y, seguido a este, varios en la cara y puntapiés en las piernas que
no supo cómo esquivar. Entró en un trance que no le permitió distinguir quién
de ellos lo golpeó con un objeto pesado que le rompió la cabeza. Apenas los
pudo ver con un ojo cuando se marcharon. La sangre resbalaba por sus mejillas,
parecía que hubiese llovido sangre sobre la ciudad.
–Esto es para que aprenda a no meterse
con nosotros, cabrón –les escuchó decir a lo lejos.
Desde ese momento los policías les
declararon la guerra a René y a sus amigos. Les quitaban la mercancía porque sí
y porque no, con la excusa de que la calle es un lugar prohibido o que ellos se
dedicaban a vender artículos ilegales. Llegaron al descaro de inventar excusas
absurdas: que sus artesanías producían alergia; que se había prohibido por
mandato del comandante de la policía, no dejar vender a aquellos que tenían el
cabello largo, alborotado, pantalón entubado y llevaban tennis. Mario era el
único que se divertía ante esas razones.
Desde el momento en que a René se le
ocurrió la brillante idea de vender cruces, Rodríguez y Camacho, por una
extraña razón que ni siquiera ellos mismos comprendían, le empezaron a comprar
una gran cantidad de cruces grandes, pequeñas, góticas, de cobre, de madera, de
plata y clásicas, de esas que son rectas y no tienen ninguna forma o figura. La
pareja de policías se preguntaba por qué no se las quitaban. Intentaron varias
veces robárselas. Cuando lo iban a hacer una sensación inexplicable no se los
permitía, así que se resignaron a comprárselas. A pesar del odio que le tienen
a René se convirtieron en sus mejores clientes. Incluso otros policías y
militares vienen recomendados por Camacho y Rodríguez a comprarlas. Desde ese
momento, René pensó que las compraban los que tenían más pecados, los que
tenían desaparecidos.
René sospecha hasta de Mario. Analiza
cada una de sus palabras y sus acciones.
–Está bien, llevémonos al loco del Chepe
para el cuarto. Se ve muy grave.
–Eso, huevón, va pa’esa
. No es bueno desconfiar de los
parceros.[4]
La oscuridad del cuarto no les permite
verse a los ojos. No transitan allí corrientes de aire. Mario intenta curar con
un trapo y agua a Chepe; René calla y se resguarda en su repetitivo
pensamiento. Intenta dormir, pero los quejidos de Chepe no se lo permiten.
Además, no soporta que nombre desde sus sueños a Vanesa. Por el pensamiento de
René pasa golpearlo, callarlo, así que le arroja uno de sus tennis; Chepe se
cubre la cabeza con la almohada mugrienta y sigue entre sueños pronunciando el
nombre de Vanesa. Para René la noche se convierte en una escena de Alfred
Hitchcock; en una noche en blanco, de mirada hacia el techo, de incansables
vueltas sobre la cama, de sombras pasando por las paredes.
El sol se desliza al igual que un animal
hambriento sobre sus cabezas. René ve las cruces derritiéndose sobre la tela
negra. Sentado en el suelo, Chepe murmura palabras que se escapan por el aire,
mientras se balancea con movimientos rápidos. René se ríe, por primera vez en
muchos días, al pensar que Mario parece un cangrejo tostado.
–La tomba, la tomba… muchos cabrones,
otra vez vienen a jodernos…
–¿Qué?
¿Dónde? –del rostro de René se desdibuja la sonrisa.
–Píllelos[5],
¡levante pronto esas cruces!
Los han rodeado tan rápido que René no
alcanza a levantarlas. Las cruces siguen derritiéndose invisibles sobre la tela
aterciopelada. A varios de los vendedores y artesanos en el intento de escapar
les han quitado su mercancía y los han hecho subir a un camión. René no
comprende cómo es posible que mientras a los demás les han quitado la mercancía
a él ni lo miran. Piensa que si Vanesa estuviera allí, creería que gracias a la
divinidad de las cruces fue salvado.
Mario, desde la esquina de la veintidós,
le grita que si se volvió loco, que si es un maldito kamikaze. René lo observa
en cámara lenta sin reconocerlo; se siente invencible. De pronto, Camacho se le
acerca con una sonrisa lujuriosa y le pregunta adónde puede encontrar a la
mamacita de la Vanesa, la que se lo da a todos. Sin soportar esas palabras,
tumba de un empujón al policía.
–Cerdo, ¿qué le hizo a Vanesa, ¡ah!?
Rodríguez, junto a otros dos policías,
jalan a René del cabello y de los brazos. Mario grita a lo lejos “tombos
hijueputas, no le peguen”. Sin saber cómo, René, lo ve correr hacia donde se
encuentra y cómo otros dos policías que llegan de otra esquina lo detienen y lo
arrastran. No lo ve más, apenas escucha sus gritos que se pierden entre los
ruidos de las bocinas y los motores. Sabe que está solo, solo como nunca lo ha
estado en el mundo.
Estando en el suelo es pateado en el
culo varias veces. Piensa que lo golpean allí porque buscan hacerle daño sin
dejar ninguna marca visible. Entre la confusión de piernas, ve la silueta
cabizbaja de Chepe y siente que una patada alcanza su cabeza. La sangre resbala
por un costado de su rostro, una gota nubla su visión, así que cierra los ojos
para soportar igual que Jesucristo en medio de la crucifixión. De pronto,
siente que es levantado y arrastrado. Mueve los párpados. Por el único ojo que
ve, observa a Chepe jugando con una cadena de plata que, días atrás, él le
había regalado a su Vanesita, a su pedacito de vida como la nombra en sus
noches de mirada al techo, de noche en blanco y de grito eterno. No entiendo
nada, nada, es lo que se dice a sí mismo. Le grita, endureciendo el cuello, a
Chepe: hijo de puta, ya nos veremos las caras y... Chepe ni se inmuta, parece
que a sus palabras las hubiese deshecho las corrientes del viento. René es
arrojado al interior de un camión. Se siente semejante a una res que será
llevada al matadero. Allí se encuentra de frente a Mario, golpeado y como
siempre: sonriente.
Después de más de media hora de viaje,
Mario se anima a hablar:
–Si ve huevón, por alzado[6] y
loco…
–Marica, no me diga nada. Lo peor es que
quién sabe dónde está Vanesa… ese Chepe debe saber algo. No hay duda que ese…
–¿Qué dice? ¿Otra vez con esa chimbada[7]? ¿No
ve que ese mancito está tostado?
–Sabe, estoy tan mamado[8] de
todo esto y me duele tanto la cabeza que no quiero pelear con usted.
–Párela… Ya es suficiente con que esos
tombos de puta tiraran a matarnos. Ahora quién sabe qué nos espera en la cana[9].
Yo le propongo a lo bien, cojamos amanecido al loco ese y lo hacemos cantar,
pero a lo bien.
–…
–No tendrá uno de estos locos un porro o
aunque sea una pata para pasar tanto dolor en el cuerpo y... –señala su
corazón.
–Usted sólo se la pasa pensando en Ganya[10].
–Huevón, qué quiere que haga después de
esa zurra que nos dieron.
Uno de los comerciantes les alcanza un porro[11]
encendido.
–Mire compañero, tiene razón, no queda
sino hacerse el ambiente.
–Si ve, este man es calidad. Este
loquito sabe lo que nos espera: una noche de perros. Gracias parcero.
Mario aspira tres largas bocanadas.
Luego, por inercia, sin detenerse en su presencia, se lo pasa a René quien ha
dejado caer su cuerpo completamente sobre el piso. Aspira desesperadamente una
y otra vez. Parece que quisiera olvidar esa noche.
–Póngale rodachos[12],
huevón.
–…
La frenada en seco del camión les indica
que han llegado. Un portazo se escucha. Camacho junto a otros dos policías
abren la puerta.
–Bajen a ver, nenitas, que aquí sí les
espera lo bueno.
De uno de los camiones sale una canción
inesperada. Parece que han puesto el disco para burlarse de ellos. Te hablo desde la prisión. Wilson Manyoma.
Borgona. Y dice. En el mundo en el que yo vivo hay cuatro esquinas pero entre
esquina y esquina siempre habrá lo mismo. Para mí no existe el cielo ni luna ni
estrellas, para mí no alumbra el sol, pa mí todo es tinieblas. Ah, ah, ah, ah
qué negro es mi destino.
Camacho y Rodríguez los empujan hacia un cuarto grande y húmedo
en el que hay otros hombres encarcelados. Un joven se acerca a René y lo mira
como si lo conociera. René lo arrincona contra la reja y acerca su rostro al
oído del desconocido.
–¿Qué? ¿Me le parecí a su madre?
El joven se aleja sin pronunciar una
sola palabra. Mario se acerca a René y lo mira con ojos de padre.
–Tranquilo, hermano, ya empezó con su
mala vibra[13].
El man nada le iba a hacer.
Camacho, acompañado de otros dos
policías, se acerca a la reja con una manguera ancha.
–Esto es para que no nos olviden,
mariquitas.
Todos corren hacia el fondo, intentando
resguardarse de una lluvia fría. Detrás de las rejas se escuchan gritos:
–¡Cabrones!
–¡Malditos cerdos!
–Esto no es legal.
–¡Muchos Hijueputas!
El frío es una presencia que los cubre.
Algunos tiritan. René, recostado sobre una pared, observa cómo el joven
acurrucado en una esquina intenta con sus manos calentarse con una fogata
imaginaria. Está empapado, parece un vagabundo. Él y Mario tampoco han escapado
a las epidemias del vagabundo, del perro sucio y hambriento, inventadas por
ellos. René piensa que sólo les falta aullar. Cansado ha dejado caer su cuerpo
sobre el suelo mojado. No resiste el dolor de cabeza, de culo y de los
costados; no resiste el desasosiego en el alma, de tanta espera sin sentido, de
un interrogante sin respuesta. Siente furia e impotencia. Una lágrima larga ha
caído sobre su mano derecha. Esconde su rostro entre sus piernas, entre sus
pesadillas. Escucha los pasos largos de Mario.
–Todo bien, huevón, que de esta salimos.
Aquí le traje un cigarrillo pa que se relaje.
René lucha contra el nudo en la garganta
que no le permite articular palabra alguna. Respira con dificultad.
–Gracias… hermanito… lo necesitaba.
–La tomba es un peligro, te quiere
tragar.
Piensa René que a lo lejos las risas de
los policías parecen de hienas tras un gran festín, satisfechas, dejando a un
lado los restos de la presa.
–Esos hijos de puta aún se burlan de
nosotros.
–Todo bien, mañana, que digo, en unas
horas, seremos otra vez unos lobos errantes. Más bien fúmese ese cigarrillito,
relajado[14].
Nada ha pasado, mañana será otro día.
–Ese mancito quién será.
–¿Quién?
–Al que casi golpeo.
–Ni idea.
–A mí sí se me hace esa cara conocida.
Me parece haberlo visto.
–Mmm…
De pronto el silencio se hace palabra.
René se detiene en la presencia del joven. Mario en la única ventana que está a
dos metros de altura, por la que se ve una pequeña parte del cielo, de la
madrugada que parece estar herida. El joven se cubre la cabeza con la capota y
se sumerge en su mundo.
René recuerda el rostro de angustia de
Vanesa, diciéndole que era una huérfana. Cerca se escucha el primer canto de
los copetones. A través de la ventana una mañana limpia los saluda.
–Huevón, ya casi nos abrimos de este
hueco.
–… ¿Qué?
–Que amaneció.
Se escucha el sonido de una llave, un
portazo y vuelven las risas de lo que René llama las carcajadas de las hienas.
Escuchan la voz de Camacho.
–Que no se diga que nos los tratamos
igualito a unas reinitas. A desembarcar, ratas.
En ese momento René, iluminado por lo
vivido, recuerda dónde había visto al joven.
–¡Ese cabrón era un cliente de Vanesa!
–¿Qué? … ya nos podemos largar de este
hueco, hombre.
René sin escuchar las palabras de su
amigo se va dando saltos hasta llegar frente al joven.
–¿Qué sabe de Vanesa? ¿La ha visto? ¿Adónde
está?
–Yo… yo sólo sé que ella hablaba sobre
usted. Varias veces me dijo que usted era su mejor amigo. Yo… también quería
preguntarle por ella.
–No le creo cabrón, no sé por qué no le
creo. ¡Hable a ver!
–No me vaya a hacer nada… Yo sólo me
acostaba con ella.
El joven se cubre la cabeza. El policía
le grita a René que se abra, que no quiere ver más su apestosa cara. Mario
entre zancadas llega a su lado y le dice que si se volvió loco, que si se le
tostó la cabeza. Lo saca a empujones del húmedo cuarto.
–Usted le quiere reventar la jeta[15] a
todo el mundo. Este man sólo era un cliente, parcero, un cli-en-te de Vanesa.
Lo veo grave, se le corrió la teja[16],
loco.
Al pasar por la oficina de la estación,
ve colgadas las cruces que les vendió a los policías sobre un tablero negro. Ve
que se mueven de un lado a otro, que se desvanecen ante sus ojos.
–Hermano, ¿si vio las cruces? Estaban
colgadas… se movían de un lado para otro.
–¿Qué cruces? Definitivamente usted está
chitiado[17].
–¡Las cruces! ¿No las vio?
–Usted está re-rayado[18].
Trate de relajarse porque o si no, a lo bien, hermanito, se va a enloquecer.
–Las cruces, las cruces… Yo no puedo
estar tan… mal.
–Todo bien.
–Las cruces estaban colgadas, parecía un
cementerio…
Al llegar frente a la pensión, ven el
cuerpo desparramado de Chepe sobre el andén. Parece estar desmayado, ausente
del mundo. Mario se acerca al cuerpo inanimado.
–Este mancito está golpeado, como por
variar. Algún cabrón de puta mierda tiró a matarlo. Ayúdeme, huevón. Este
parcero necesita descansar.
Entre sus delirios, Chepe dice que ha
visto a la bella y triste Vanesa. René grita que lo despierten, que lo
interroguen. Mario le dice que si se volvió loco, que el mancito está a punto
de estirar la pata y él pensando en un fantasma. Lo llevan con dificultad hasta
la pieza. Chepe dice entre sus delirios que la vio llegar a la media noche,
cansada y con cara de muñeca desconsolada. René grita y golpea la puerta, si ve
este cabrón la vio, es el único que sabe dónde está. Mario fastidiado le grita:
ábrase loco, me tiene harto con tanta acusación. Chepe mueve los párpados y con
dificultad abre los ojos y busca los de René y murmura: debe estar la Vanesita…
en su pieza descansando. Sin lograr articular una palabra más se hunde de nuevo
en un sueño de delirio y dolor. René, sin dar explicación alguna, sale a
correr. Al bajar el último escalón se estrella con una señora gorda que cuelga
la ropa en el patio. Al salir de la pensión, sale de nuevo a correr hacia donde vive Vanesa. Luego de cinco o siete
cuadras ve la figura de alguien conocido. No está seguro si es Vanesa. Se
acerca despacio hacia la mujer. Al reconocerla se detiene y espera su llegada.
Su mirada es la de alguien que ha encontrado una respuesta, la de ella es la de
una muñeca desolada, como diría Chepe.
[1] Todas las palabras a
continuación hacen referencia a la jerga callejera colombiana: amigo.
[2] Dícese de aquella persona
que hace cosas fuera de lo común, irracional.
[3] Policías.
[4] Amigos.
[5] Véalos.
[6] Buscapleitos o
problemático.
[7] Desafortunada e incómoda.
[8] Estar cansado.
[9] Cárcel.
[10] Cannabis o marihuana.
[11] Cigarrillo de marihuana.
[12] La palabra se reemplaza
por la expresión “no se demore”.
[13] Mala energía.
[14] Tranquilo.
[15] Cara.
[16] Se volvió loco.
[17] Mal. Está totalmente
loco.
[18] Loco.