UN
INSTANTE
“Yertas
las formas se encontraban en la estancia”
Carolina
Cárdenas Jiménez
Gritar o no gritar, pedir auxilio
tras auxilio no era difícil, sin embargo para él nunca había sido algo fácil
tener que hacerlo. Su vida estaba hecha de este tipo de episodios que no le
permitían poder salir de sí, y levantar la voz. Sentía caer sobre sí miles de
miradas, luego sin clemencia miles de carcajadas que lo hundían esta vez en un
pozo sin proporciones.
Su sonrisa, su sonido fue desapareciendo
tras una mirada confusa, y a través de
las olas azuladas su vida se convirtió en un sólo mutismo. El tiritante apretón
de labios con cierto nerviosismo se proyectó desde su mismidad.
Entonces, de su profundidad se vislumbró de nuevo una sonrisa congelada como
única arma para no deshacerse en la estancia desconocida
que le propiciaría el contacto simultáneo de
sus miembros contra el cedro frío y los adeptos de éste: los pequeños
animalitos que paulatinamente llegarían a resbalarse y a anidarse en cada una
de sus arterias, degustando con apetito voraz cada órgano en su quietud
desoladora. Pensaba que desde sus
sonrisas se alejaría de la mismísima muerte, pero no era así, todo lo
contrario, su boca iba tomando forma de
grito, y al ver que le era imposible pronunciar palabra alguna, fue
presintiendo lo imparable: el desespero
lo llevaría a rasgarse la piel, la cual, cayendo por partes, uno tras otro, teñiría de rojo el
fondo azul, azul, azul, rojo, rojo, rojo, y se volvería.
Las palabras, risas y a veces
murmullos en el aire, lo emergían definitivamente al ya no infinito devolver.
Las palabras, risas y a veces murmullos casuales decrecían en el fondo azul que
estaba traspasado con alguna ola de viento. El agua azulada se lo consumía sin
retroceso, en pleno sábado caluroso y por su propio temor de gritar entre la
algarabía por fin: ¡Ayuda! ¡Ayuda! Que esta vez sí es definitivo mi pasaje sin
regreso al mundo desconocido.
El universo con su grito o sin su
grito seguiría girando, girando y pendulando. La mariposa que aleteaba sin rumbo se posaba
sin posarse en alguna flor abierta que
se hallaba en disposición de ser succionada en un momento oscilante de las
cosas no vanas.
Su yo no entendía aquel paso hacia el
movimiento, hacia la inexistencia tan palpable de cada cosa puesta alguna vez
en el mundo, y es así, que por esto tan doloroso, por pura inercia seguía
representando en su rostro unos labios arqueados que le llegaban de esta manera
al borde de las orejas, al borde de su negación.
Mientras él estaba sumergido en el
alterado proceso de su materia, que dejaría de estar al menos en este mundo,
Ana María estaba extasiada contemplando una baldosa filosa que relampagueaba
con la no ausencia del sol, circunstancia que se prestaba para que Joaquín
pasara su mano cortante por la espalda sabor a canela de ella. Ambos coincidían
en sentir una tranquilidad sobrehumana con la sonrisa siempre hecha de su
amigo, o como le solían decir: El ausente.
El ausente, entonces, seguía
suspendido entre el momento inmerso en francas vacilaciones que lo conducían a
instantes de angustia, y por qué no, de miedo. Inmóvil y entre un trivial dolor
se transformó en ausencia, y así, bajo esa faz superficial de un sentirse bien,
se fue intangibilizando sin remedio en las olas blanquecinas y nítidamente
azules del agua hecha calor, calor, calor.
La mariposa divagadora de tiempos se
posó por fin en el filo de la flor, mientras tanto el devenir se suspendió, se
rompió por una milésima de segundo que no cambiaria en nada su ir y venir. Aquel desaparecido entre las
olas se desunió de su absurda sonrisa, la cual se dejó caer junto a él, en el
fondo del azul nítido.
Sin más, Ana Maria y Joaquín
siguieron observando sin observar sus espaldas, el relampaguear de las
baldosas, girando, girando; la mariposa rompiendo el silencio con su aletear,
girando, girando; y un cuerpo pendulando sobre el movimiento de las cosas
yertas de la estancia.
JUNTO
A ÉL
“En
un tiempo muy breve, el ángel quedó partido en treinta pedazos y cada miembro
de la chusma se apoderó de un trozo, se apartó, e impulsado por una avidez
voluptuosa, lo devoró”
PATRICK SUSKIND
(El
perfume: historia de un asesino)
Otra noche corriendo la cortina con
disimulo, sin dejar la luz del cuarto prendida en espera de que él aparezca
tras su ventana; y si no aparece, observar los grandes ventanales que están
enmarcados por unas luces rojizas que cumplen la función de atraer la mirada de
los caminantes. No hay nadie aún en los cuartos, se hallan vacíos. Sé que se
avecina la hora en que él llegará. Son
las seis y veinte; prendo un cigarrillo tras otro, el sexto lo fumo despacio
como ritual en espera de él, o de ella. Prenden el aviso: --Cabaret: casa de
citas--, que baña la Calle de la amargura de un rojo intenso y verduzco que me
produce cierto gusto por lo escandaloso. El cigarrillo de nuevo se tambalea
entre mis manos, o eso es lo que creo sentir, de un lado para otro sin parar de
moverse. Empiezan a llegar cada uno de los habitantes nocturnos, toman sus
lugares habituales, a los cuales ya
pertenecen; comienzan a entrar, a salir del cabaret, de los autos estacionados en los alrededores del
burdel y de las residencias por allí distribuidas.
Primero llega la muchacha pelirroja
encargada de la puerta principal, que se para enfrente del establecimiento a
diario, tiene un vestido amarillo fosforescente que cumple su cometido de no
cubrirle sino el trasero, atrayendo así cuanta mirada pasea por los alrededores.
La joven recibe a quien va ingresando dándole una serie de indicaciones, o eso
es lo que alcanzo a comprender desde
este lugar. Prendo otro cigarrillo; espero que pronto haga su aparición
Patricio… ¡Ah! ahí está tambaleando su cuerpo delgado por entre la Calle de la
amargura, con su cara recién afeitada, su pantalón apretado y semidescaderado
que a veces usa.
Me tiemblan las manos, al punto de
sentir que no hacen parte de mí; no me puedo quedar quieto. Debo moverme o
mover algo. Cojo una hebilla para el cabello que tengo pensado regalarle a
Patricio algún día cuando el destino cambie
su curso y por fin nos volvamos a mirar de frente; la muevo entre mis
manos, en espera de que él haga su aparición en uno de los cuartos del cabaret.
¡Ah! Allí está. Empezó con su ritual nocturno: primero una mirada general de su
rostro frente al espejo, luego una sonrisa fingida frente al mismo, seguido a
esto, el lápiz labial rojo intenso sobre sus labios pálidos. De inmediato se
engalana con su vestido rosado que no le alcanza a cubrir las piernas y que
permite a cualquier espectador contemplar su espalda. Vuelve a su rostro,
aplicando sobre él base liquida que no
deja ver el bozo, las ojeras de tanto trasnochar, y el tiempo que lo está
matando por acostarse con cualquiera que aparece a su puerta y le paga por su
función más importante: satisfacer fingiendo que siente placer. Se suelta el
cabello negro dejándolo caer encima de
los hombros y cubriendo así, con éste, su conciencia.
De pronto, recuerdo que desde hace
varios minutos tengo la hebilla en la mano, que de tanto maniobrar y apretar me
ha hecho varias heridas en la palma. Prendo otro cigarrillo. Mientras lo inhalo
me llega a la cabeza la idea de que Patricio
quiere ser visto por mí, o ¿por qué deja las cortinas abiertas de par en
par, sino por el gusto de ser observado
por alguien en especial?, ¿o es que quiere ser visto por cada uno de los depravados, ladrones, asesinos, psicópatas y
locas que transitan por esta triste calle?
Todas las noches a esta misma hora,
siete y cuarto, una niña que no pasa de los trece años hace su aparición en la
pieza contigua a la de Patricio. Ella también se desprende de la ropa con que
llega, empieza a vestir su cuerpo con una minifalda negra y un brasier rojo.
Después se maquilla de manera extravagante: párpados, pómulos, labios y
pestañas para terminar siendo otra persona distinta a la que llegó al cuarto. La niña, que se ha
transformado en mujer, abre la puerta de
la habitación de Patricio, lo saluda con intimidad como si a través del gesto
mutuo se consolaran por adelantado y se
dieran fuerzas para seguir adelante. El cuarto en donde ella y otras atienden a
sus clientes es un desorden de ropa, de sábanas, de cosas, que terminan por confundirme, ya que no me
permiten entender quiénes o cuántos se hallan allí debajo de las sábanas, de
las montañas de ropa o sentados en la única silla destartalada que se halla en
el lugar.
Prendo otro cigarrillo y mientras lo
consumo no puedo dejar de observarlas. La habitación queda sola. A los pocos
minutos entra Patricio con un hombre cincuentón al que le faltan varios dientes
y que con ademanes de urgido lo manda a cerrar la cortina empujándolo. Él lo
obedece, pero en su rostro se dibuja un malestar por tener que cubrir la
ventana. Dejo de mirar hacia allí y me dedico a degustar todas las cositas que
pertenecen a cada uno de esos travestis y mujeres: piernas largas, traseros
redonditos y grandes, teticas grandes, pequeñas, de todos los tamaños y para
todos los gustos, que se van acomodando por cualquier sitio de la Calle de la
amargura. Ahora, ubico tras la ventana a la niñita, cerca de un auto haciendo
su primer negocio de la noche. Se sube al carro y desaparece sin dejar un solo
rastro.
A las tres de la madrugada Patricio
abre de par en par las cortinas. Su cuerpo parece decir ya no puedo mantenerme
en pie ni un minuto más. Se ve cansancio en sus ojos, y mira hacia la calle
detenidamente mientras se fuma un cigarrillo. Luego se detiene en mi
cuarto, en el que no se ve nada, la luz
se encuentra apagada y la cortina está apenas a medio correr. Se nota en sus
gestos que intenta ver algo más en la oscuridad, como queriendo saber quién se
encuentra al otro lado de la calle, al otro lado de la ventana, al otro lado de la oscuridad.
Parece que no ve a nadie y se sienta en la cama un par de minutos. Por mi
parte, enciendo, quizás, mi último cigarrillo de la noche; lo consumo con
fascinación mientras él cierra las cortinas contoneando sus caderas al son de
una balada sensual que sale de alguna de estas residencias. El sueño me vence a las cuatro de la madrugada. No me despierto
sino hasta las ocho de la mañana; a esas horas no hay ninguno de estos seres
vampirescos por las grises calles.
Me desarrugo la ropa con rapidez,
tomo un sorbo de café y me dispongo a salir hacia el trabajo. Cojo mis
cachivaches que vendo por la séptima con veintidós. Al salir del cuartucho me
encuentro de frente con la dueña de casa: una vieja mofletuda que se maquilla
la cara como un mamarracho. La vieja fastidiosa, desde hace varios días, me
cobra la renta de este inmundo muladar. Le digo que no se preocupe, que pronto
tendrá su dinero y ella me responde con una carcajada. Por entre la puerta
principal escurro mi cuerpo para no tener que escuchar sus groserías. A unas
cuantas cuadras me estrello con la niña que trabaja en el cabaret --casa de
citas-- de enfrente. Es sorprendente verle el lindo rostro golpeado; ella me
mira con cierto miedo y se aleja con nerviosismo. Me quedo mirando sus lindas
piernas, su lindo traserito sin que ella se percate de mis espantosos ojos.
Otro día intentando vender más de dos
baratijas, pero sin poder salir de nada
valioso. Lo único que pude hacer será para comprar un par de cigarrillos
y alcohol del más barato. Regreso al cuartucho, esta vez a las ocho de la
noche, porque pensé que si me quedaba más tarde podía vender lo suficiente para
poder comer alguna cosa y pagarle a la
vieja, pero en este oficio nunca se sabe
lo que pueda ocurrir en el futuro.
Para mi sorpresa, Patricio a las
ocho y cuarto se encuentra en la esquina de la casa de citas, esperando a algún
cliente en especial, que llega una hora después en un mazda 626 color rojo, que
se estrella contra el poste. El hombre que se baja del auto lo empieza a
insultar de tal forma que todo el mundo sale de sus casas-escondites,
casas-guaridas, casas-madrigueras, casas-negocios, para observar de cerca la
discusión. El cabrón, empuja y golpea a
Patricio en el momento en que él quería calmarlo. Varias mujerzuelas se
indignan por los golpes dados a Patricio
a tal punto que forman un griterío por toda la calle. El maldito tiene que
marcharse de inmediato para no ser alcanzado por los golpes e insultos de
varias de estas putas, ofendidas por la paliza
recibida por Patricio.
Fumo y tomo dos botellas de aperitivo
del más barato hasta el cansancio, para no tener que divisar absolutamente
nada, ni el piso, ni las paredes corroídas por la humedad, ni la mesa
destartalada, ni el cajón lleno de ropa revuelta entre rota y sucia. Me duele
en lo profundo ver a Patricio ser golpeado por este miserable; quise bajar y
darle al menos unas palabras de aliento, pero no me atrevo ni siquiera a
voltearlo a mirar. Fueron tales los golpes recibidos que ni siquiera se había
logrado levantar solo, y tuvieron que alzarlo entre putas y travestis que se
ubican por allí, cerca del establecimiento.
Al amanecer me siento tan solo, tan
perdido, en un estado de letargo que
pienso en correr la cortina para ver a Patricio, o algo cercano a él: su
ventana, sus cortinas resecas por el sol, o su gris desorden. Pero no está él,
ni la cortina se encuentra a estas horas abierta para ver hacia adentro de la
destartalada habitación. Ha pasado mucho tiempo y el movimiento de las calles
me dice que son ya las dos de la tarde.
He dormido durante varias horas sin acordarme de nadie, de Patricio, de la
casera pidiéndome la renta, y sin hacerle caso a mi estómago que suena cada vez
más alto. Busco entre los desperdicios del piso alguna colilla que pueda
prender, y al fin, después de varios minutos incansables logro hallar alguna
que aún sirve para ser encendida.
Salgo a la calle sin que la vieja de la casa me vea. No sé con
exactitud para dónde voy, entonces me siento en el andén, y al mismo tiempo por
un impulso me levanto y me encamino hacia el burdel. Golpeo con mucha fuerza
unos minutos hasta que me abre una mujercita menuda y casi desnuda que me
pregunta a quién necesito. Entre tartamudo y temeroso le respondo que necesito
a Patricio. Ella mira mi cuerpo con lástima y después de ojearme con detenimiento
me cuenta que él se halla en cama
recuperándose de la golpiza del día anterior. En ese momento, recuerdo todo lo
ocurrido en la noche y, sin decirle nada, me retiro a vagabundear por las
calles de esta dolorosa ciudad.
Hasta altas horas de la noche llego al
cuartucho frío y maloliente. Allí permanezco entre despierto y dormido. El
hambre no me permite pensar con
claridad; la angustia por la salud de Patricio, y por no
volver a ver su lindo traserito, sus
ojos claros, y su triste mirada, me duele. Ya no siento las piernas ni los brazos. Escucho voces entre lejanas y
cercanas que no me permiten estar
tranquilo y conciliar el sueño. No puedo dejar de pensar en Patricio y su dolor. Busco algo que echarme a
la boca, pruebo un poco de crema dental que me sirve para pasar un poco el
hambre, a menudo lo hago cuando ya no queda
ni un pedazo de pan. Permanezco en un estado confuso quién sabe por cuánto tiempo, hasta que al
fin una riña, creo, entre varias mujerzuelas me saca del adormecimiento. Me
levanto confundido, hambriento, adolorido, y no sé quién soy. Dejo la pensión
sin saber para dónde voy. Esta vez no pregunto en la puerta del cabaret por nadie,
simplemente ingreso. Varios de sus habitantes me observan con sorpresa, pero no
me detienen. Repentinamente aparezco en la habitación de Patricio. Al lado suyo
se encuentra la niñita haciéndole algunas curaciones. Ella me mira con temor,
como si aquel que se halla ingresando al cuarto fuese un perdido, un monstruo.
Patricio por entre sus ojos hinchados me mira, y mientras sus palabras se le atoran en la garganta, se
desliza por sus mejillas amoratadas una lágrima ancha tras otra, pero no le
alcanza el aliento para decir algo. La putita hace un gesto de querer gritar.
Yo, por mi parte, me abalanzo sobre ella y la amordazo con mis brazos y con mis
flacas piernas no permitiéndole chillar. Ella, por miedo, se queda quietita,
bien quietita en un rincón de aquel cuchitril. Saco del bolsillo de mi chaqueta un cuchillo que entierro sin pensar sobre el triste-gris
cuerpo de Patricio. No sé qué pasa con ellos, con Patricio, con la putita,
conmigo. Dejo la habitación sin saber para dónde ir. Horas tras horas corro por
entre la ciudad, o por algo parecido a ella, porque nada es claro. Todo se
desdibuja alterando cualquier imagen observada, hasta que el cansancio me vence
y me deja caer en un abismo sin fondo en el cual me veo junto al cuerpo de
Patricio, tendido y cubierto de
sangre.
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