CUENTOS. Premio de literatura programa de Estímulos a la creación Artística y Cultural ciudad de Kennedy 2006.



UN INSTANTE

“Yertas las formas se encontraban en la estancia”
Carolina Cárdenas Jiménez

          Gritar o no gritar, pedir auxilio tras auxilio no era difícil, sin embargo para él nunca había sido algo fácil tener que hacerlo. Su vida estaba hecha de este tipo de episodios que no le permitían poder salir de sí, y levantar la voz. Sentía caer sobre sí miles de miradas, luego sin clemencia miles de carcajadas que lo hundían esta vez en un pozo sin proporciones.
          Su sonrisa, su sonido fue desapareciendo tras una mirada confusa,  y a través de las olas azuladas su vida se convirtió en un sólo mutismo. El tiritante apretón de labios con cierto nerviosismo se proyectó desde su  mismidad. Entonces, de su profundidad se vislumbró de nuevo una sonrisa congelada como única arma para no deshacerse en la estancia desconocida que le propiciaría el contacto simultáneo de sus miembros contra el cedro frío y los adeptos de éste: los pequeños animalitos que paulatinamente llegarían a resbalarse y a anidarse en cada una de sus arterias, degustando con apetito voraz cada órgano en su quietud desoladora. Pensaba que desde  sus sonrisas se alejaría de la mismísima muerte, pero no era así, todo lo contrario, su boca iba tomando forma  de grito, y al ver que le era imposible pronunciar palabra alguna, fue presintiendo lo imparable: el  desespero lo llevaría a rasgarse la piel, la cual, cayendo  por partes, uno tras otro, teñiría de rojo el fondo azul, azul, azul, rojo, rojo, rojo, y se volvería.
          Las palabras, risas y a veces murmullos en el aire, lo emergían definitivamente al ya no infinito devolver. Las palabras, risas y a veces murmullos casuales decrecían en el fondo azul que estaba traspasado con alguna ola de viento. El agua azulada se lo consumía sin retroceso, en pleno sábado caluroso y por su propio temor de gritar entre la algarabía por fin: ¡Ayuda! ¡Ayuda! Que esta vez sí es definitivo mi pasaje sin regreso al mundo desconocido.
          El universo con su grito o sin su grito seguiría girando, girando y pendulando. La   mariposa que aleteaba sin rumbo se posaba sin posarse en alguna flor abierta  que se hallaba en disposición de ser succionada en un momento oscilante de las cosas no vanas.
          Su yo no entendía aquel paso hacia el movimiento, hacia la inexistencia tan palpable de cada cosa puesta alguna vez en el mundo, y es así, que por esto tan doloroso, por pura inercia seguía representando en su rostro unos labios arqueados que le llegaban de esta manera al borde de las orejas, al borde de su negación.
          Mientras él estaba sumergido en el alterado proceso de su materia, que dejaría de estar al menos en este mundo, Ana María estaba extasiada contemplando una baldosa filosa que relampagueaba con la no ausencia del sol, circunstancia que se prestaba para que Joaquín pasara su mano cortante por la espalda sabor a canela de ella. Ambos coincidían en sentir una tranquilidad sobrehumana con la sonrisa siempre hecha de su amigo, o como le solían decir: El ausente.
          El ausente, entonces, seguía suspendido entre el momento inmerso en francas vacilaciones que lo conducían a instantes de angustia, y por qué no, de miedo. Inmóvil y entre un trivial dolor se transformó en ausencia, y así, bajo esa faz superficial de un sentirse bien, se fue intangibilizando sin remedio en las olas blanquecinas y nítidamente azules del agua hecha calor, calor, calor.
          La mariposa divagadora de tiempos se posó por fin en el filo de la flor, mientras tanto el devenir se suspendió, se rompió por una milésima de segundo que no cambiaria en nada  su ir y venir. Aquel desaparecido entre las olas se desunió de su absurda sonrisa, la cual se dejó caer junto a él, en el fondo del azul nítido.
          Sin más, Ana Maria y Joaquín siguieron observando sin observar sus espaldas, el relampaguear de las baldosas, girando, girando; la mariposa rompiendo el silencio con su aletear, girando, girando; y un cuerpo pendulando sobre el movimiento de las cosas yertas de la estancia.

JUNTO A ÉL

“En un tiempo muy breve, el ángel quedó partido en treinta pedazos y cada miembro de la chusma se apoderó de un trozo, se apartó, e impulsado por una avidez voluptuosa, lo devoró”
 PATRICK SUSKIND 
(El perfume: historia de un asesino)

          Otra noche corriendo la cortina con disimulo, sin dejar la luz del cuarto prendida en espera de que él aparezca tras su ventana; y si no aparece, observar los grandes ventanales que están enmarcados por unas luces rojizas que cumplen la función de atraer la mirada de los caminantes. No hay nadie aún en los cuartos, se hallan vacíos. Sé que se avecina la hora en que él  llegará. Son las seis y veinte; prendo un cigarrillo tras otro, el sexto lo fumo despacio como ritual en espera de él, o de ella. Prenden el aviso: --Cabaret: casa de citas--, que baña la Calle de la amargura de un rojo intenso y verduzco que me produce cierto gusto por lo escandaloso. El cigarrillo de nuevo se tambalea entre mis manos, o eso es lo que creo sentir, de un lado para otro sin parar de moverse. Empiezan a llegar cada uno de los habitantes nocturnos, toman sus lugares habituales, a los cuales  ya pertenecen; comienzan a entrar, a salir del cabaret, de los  autos estacionados en los alrededores del burdel y de las residencias por allí distribuidas.
           Primero llega la muchacha pelirroja encargada de la puerta principal, que se para enfrente del establecimiento a diario, tiene un vestido amarillo fosforescente que cumple su cometido de no cubrirle sino el trasero, atrayendo así cuanta mirada pasea por los alrededores. La joven recibe a quien va ingresando dándole una serie de indicaciones, o eso es lo que  alcanzo a comprender desde este lugar. Prendo otro cigarrillo; espero que pronto haga su aparición Patricio… ¡Ah! ahí está tambaleando su cuerpo delgado por entre la Calle de la amargura, con su cara recién afeitada, su pantalón apretado y semidescaderado que  a veces usa.
          Me tiemblan las manos, al punto de sentir que no hacen parte de mí; no me puedo quedar quieto. Debo moverme o mover algo. Cojo una hebilla para el cabello que tengo pensado regalarle a Patricio algún día cuando el destino cambie  su curso y por fin nos volvamos a mirar de frente; la muevo entre mis manos, en espera de que él haga su aparición en uno de los cuartos del cabaret. ¡Ah! Allí está. Empezó con su ritual nocturno: primero una mirada general de su rostro frente al espejo, luego una sonrisa fingida frente al mismo, seguido a esto, el lápiz labial rojo intenso sobre sus labios pálidos. De inmediato se engalana con su vestido rosado que no le alcanza a cubrir las piernas y que permite a cualquier espectador contemplar su espalda. Vuelve a su rostro, aplicando sobre él  base liquida que no deja ver el bozo, las ojeras de tanto trasnochar, y el tiempo que lo está matando por acostarse con cualquiera que aparece a su puerta y le paga por su función más importante: satisfacer fingiendo que siente placer. Se suelta el cabello negro dejándolo caer  encima de los hombros y cubriendo así, con éste, su conciencia.
         De pronto, recuerdo que desde hace varios minutos tengo la hebilla en la mano, que de tanto maniobrar y apretar me ha hecho varias heridas en la palma. Prendo otro cigarrillo. Mientras lo inhalo me llega a la cabeza la idea de que Patricio  quiere ser visto por mí, o ¿por qué deja las cortinas abiertas de par en par, sino por el gusto de  ser observado por alguien en especial?, ¿o es que quiere ser visto por cada uno de los  depravados, ladrones, asesinos, psicópatas y locas que transitan por esta triste calle?
          Todas las noches a esta misma hora, siete y cuarto, una niña que no pasa de los trece años hace su aparición en la pieza contigua a la de Patricio. Ella también se desprende de la ropa con que llega, empieza a vestir su cuerpo con una minifalda negra y un brasier rojo. Después se maquilla de manera extravagante: párpados, pómulos, labios y pestañas para terminar siendo otra persona distinta a la que  llegó al cuarto. La niña, que se ha transformado en mujer, abre la puerta  de la habitación de Patricio, lo saluda con intimidad como si a través del gesto mutuo se consolaran por adelantado  y se dieran fuerzas para seguir adelante. El cuarto en donde ella y otras atienden a sus clientes es un desorden de ropa, de sábanas, de cosas, que  terminan por confundirme, ya que no me permiten entender quiénes o cuántos se hallan allí debajo de las sábanas, de las montañas de ropa o sentados en la única silla destartalada que se halla en el lugar.
         Prendo otro cigarrillo y mientras lo consumo no puedo dejar de observarlas. La habitación queda sola. A los pocos minutos entra Patricio con un hombre cincuentón al que le faltan varios dientes y que con ademanes de urgido lo manda a cerrar la cortina empujándolo. Él lo obedece, pero en su rostro se dibuja un malestar por tener que cubrir la ventana. Dejo de mirar hacia allí y me dedico a degustar todas las cositas que pertenecen a cada uno de esos travestis y mujeres: piernas largas, traseros redonditos y grandes, teticas grandes, pequeñas, de todos los tamaños y para todos los gustos, que se van acomodando por cualquier sitio de la Calle de la amargura. Ahora, ubico tras la ventana a la niñita, cerca de un auto haciendo su primer negocio de la noche. Se sube al carro y desaparece sin dejar un solo rastro.
           A las tres de la madrugada Patricio abre de par en par las cortinas. Su cuerpo parece decir ya no puedo mantenerme en pie ni un minuto más. Se ve cansancio en sus ojos, y mira hacia la calle detenidamente mientras se fuma un cigarrillo. Luego se detiene en mi cuarto,  en el que no se ve nada, la luz se encuentra apagada y la cortina está apenas a medio correr. Se nota en sus gestos que intenta ver algo más en la oscuridad, como queriendo saber quién se encuentra al otro lado de la calle, al otro lado  de la ventana, al otro lado de la oscuridad. Parece que no ve a nadie y se sienta en la cama un par de minutos. Por mi parte, enciendo, quizás, mi último cigarrillo de la noche; lo consumo con fascinación mientras él cierra las cortinas contoneando sus caderas al son de una balada sensual que sale de alguna de estas residencias. El sueño me vence a  las cuatro de la madrugada. No me despierto sino hasta las ocho de la mañana; a esas horas no hay ninguno de estos seres vampirescos  por las grises calles.
          Me desarrugo la ropa con rapidez, tomo un sorbo de café y me dispongo a salir hacia el trabajo. Cojo mis cachivaches que vendo por la séptima con veintidós. Al salir del cuartucho me encuentro de frente con la dueña de casa: una vieja mofletuda que se maquilla la cara como un mamarracho. La vieja fastidiosa, desde hace varios días, me cobra la renta de este inmundo muladar. Le digo que no se preocupe, que pronto tendrá su dinero y ella me responde con una carcajada. Por entre la puerta principal escurro mi cuerpo para no tener que escuchar sus groserías. A unas cuantas cuadras me estrello con la niña que trabaja en el cabaret --casa de citas-- de enfrente. Es sorprendente verle el lindo rostro golpeado; ella me mira con cierto miedo y se aleja con nerviosismo. Me quedo mirando sus lindas piernas, su lindo traserito sin que ella se percate de mis espantosos ojos. 
          Otro día intentando vender más de dos baratijas, pero sin poder salir de nada  valioso. Lo único que pude hacer será para comprar un par de cigarrillos y alcohol del más barato. Regreso al cuartucho, esta vez a las ocho de la noche, porque pensé que si me quedaba más tarde podía vender lo suficiente para poder comer alguna cosa y pagarle  a la vieja, pero en este oficio nunca se sabe  lo que pueda ocurrir en el futuro.
             Para mi sorpresa, Patricio a las ocho y cuarto se encuentra en la esquina de la casa de citas, esperando a algún cliente en especial, que llega una hora después en un mazda 626 color rojo, que se estrella contra el poste. El hombre que se baja del auto lo empieza a insultar de tal forma que todo el mundo sale de sus casas-escondites, casas-guaridas, casas-madrigueras, casas-negocios, para observar de cerca la discusión. El cabrón, empuja  y golpea a Patricio en el momento en que él quería calmarlo. Varias mujerzuelas se indignan  por los golpes dados a Patricio a tal punto que forman un griterío por toda la calle. El maldito tiene que marcharse de inmediato para no ser alcanzado por los golpes e insultos de varias de estas putas, ofendidas por la paliza  recibida por Patricio.
         Fumo y tomo dos botellas de aperitivo del más barato hasta el cansancio, para no tener que divisar absolutamente nada, ni el piso, ni las paredes corroídas por la humedad, ni la mesa destartalada, ni el cajón lleno de ropa revuelta entre rota y sucia. Me duele en lo profundo ver a Patricio ser golpeado por este miserable; quise bajar y darle al menos unas palabras de aliento, pero no me atrevo ni siquiera a voltearlo a mirar. Fueron tales los golpes recibidos que ni siquiera se había logrado levantar solo, y tuvieron que alzarlo entre putas y travestis que se ubican por allí, cerca del establecimiento.
         Al amanecer me siento tan solo, tan perdido, en un estado de letargo que  pienso en correr la cortina para ver a Patricio, o algo cercano a él: su ventana, sus cortinas resecas por el sol, o su gris desorden. Pero no está él, ni la cortina se encuentra a estas horas abierta para ver hacia adentro de la destartalada habitación. Ha pasado mucho tiempo y el movimiento de las calles me dice que  son ya las dos de la tarde. He dormido durante varias horas sin acordarme de nadie, de Patricio, de la casera pidiéndome la renta, y sin hacerle caso a mi estómago que suena cada vez más alto. Busco entre los desperdicios del piso alguna colilla que pueda prender, y al fin, después de varios minutos incansables logro hallar alguna que aún sirve para ser encendida.
         Salgo a la calle  sin que la vieja de la casa me vea. No sé con exactitud para dónde voy, entonces me siento en el andén, y al mismo tiempo por un impulso me levanto y me encamino hacia el burdel. Golpeo con mucha fuerza unos minutos hasta que me abre una mujercita menuda y casi desnuda que me pregunta a quién necesito. Entre tartamudo y temeroso le respondo que necesito a Patricio. Ella mira mi cuerpo con lástima y después de ojearme con detenimiento me cuenta que él se halla  en cama recuperándose de la golpiza del día anterior. En ese momento, recuerdo todo lo ocurrido en la noche y, sin decirle nada, me retiro a vagabundear por las calles de esta dolorosa ciudad.

         Hasta altas horas de la noche llego al cuartucho frío y maloliente. Allí permanezco entre despierto y dormido. El hambre no me permite pensar con  claridad; la angustia por la salud de Patricio, y  por  no volver a ver  su lindo traserito, sus ojos claros, y su triste mirada, me duele. Ya no siento las piernas ni los  brazos. Escucho voces entre lejanas y cercanas que no me permiten estar  tranquilo y conciliar el sueño. No puedo dejar de pensar en  Patricio y su dolor. Busco algo que echarme a la boca, pruebo un poco de crema dental que me sirve para pasar un poco el hambre, a menudo lo hago cuando ya no queda  ni un pedazo de pan. Permanezco en un estado confuso  quién sabe por cuánto tiempo, hasta que al fin una riña, creo, entre varias mujerzuelas me saca del adormecimiento. Me levanto confundido, hambriento, adolorido, y no sé quién soy. Dejo la pensión sin saber para dónde voy. Esta vez no pregunto en la puerta del cabaret por nadie, simplemente ingreso. Varios de sus habitantes me observan con sorpresa, pero no me detienen. Repentinamente aparezco en la habitación de Patricio. Al lado suyo se encuentra la niñita haciéndole algunas curaciones. Ella me mira con temor, como si aquel que se halla ingresando al cuarto fuese un perdido, un monstruo. Patricio por entre sus ojos hinchados me mira, y mientras  sus palabras se le atoran en la garganta, se desliza por sus mejillas amoratadas una lágrima ancha tras otra, pero no le alcanza el aliento para decir algo. La putita hace un gesto de querer gritar. Yo, por mi parte, me abalanzo sobre ella y la amordazo con mis brazos y con mis flacas piernas no permitiéndole chillar. Ella, por miedo, se queda quietita, bien quietita en un rincón de aquel cuchitril. Saco del bolsillo de mi  chaqueta un cuchillo que  entierro sin pensar sobre el triste-gris cuerpo de Patricio. No sé qué pasa con ellos, con Patricio, con la putita, conmigo. Dejo la habitación sin saber para dónde ir. Horas tras horas corro por entre la ciudad, o por algo parecido a ella, porque nada es claro. Todo se desdibuja alterando cualquier imagen observada, hasta que el cansancio me vence y me deja caer en un abismo sin fondo en el cual me veo junto al cuerpo de Patricio, tendido y  cubierto de sangre.     







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