A LA DERIVA (2007)
Las manos le tiemblan al fumar uno
de los últimos cigarrillos que le quedan, y recuerda lo que le pasó. Fueron
mañanas de cielos azules y tardes nostálgicas. Noches hechas de un silencio
imposible de acallar.
Hacía varios días Consuelo no iba
a la casa. En la despensa no quedaban sino cuatro enlatados, unos panes, un
queso que estaba pudriéndose, una que otra fruta, una botella de vino y un buen
pedazo de carne que le alcanzaría para unos tres o cuatro días. Mientras la
tarde amarilla se filtraba por entre las cortinas empolvadas de la sala,
decidió llamarla. Nadie le contestó. Una leve mirada de temor era evidente:
creyó que tendría que salir de la casa. Trató de calmarse escuchando música. Al
fondo sonaba Chopin con sus notas tristes que le rasgaban el espíritu.
Desde
que se divorció decidió sumergirse en su mundo, creyendo que así cerraría la
ventana de su alma a cualquier espejismo. Cada objeto en su quietud le evocaba
desolación. Las arañas habían tejido sus casas debajo del asiento, en las
esquinas de las paredes, hasta en el florero que servía de centro de mesa de la
sala. Su pensamiento era una sola pregunta, una sola imagen: ¿Dónde está
Consuelo?
Marcó su número durante varias horas.
Cuando anocheció desistió de buscarla, de esperarla. Pensó en llamar a su
hermana, pero hacía varios meses no se veía con ella. Además, él había resuelto
olvidarse del mundo y convertirse en un retrato cubierto por el polvo.
Al
amanecer se levantó a trabajar en sus crónicas y en su poesía. Luego, a las
diez de la mañana, tomó el libro La
náusea de Jean Paul Sartre y lo
estuvo leyendo hasta las dos de la tarde. Una sensación de hastío se expandió
por su cuerpo.
No
podía dejar de pensar que a esa hora Consuelo le serviría el almuerzo, y a las seis le subiría al estudio un café o un
jugo. Se sirvió uno de los enlatados, un
pedazo de pan y una copa de vino tinto. Una vez más puso a Chopin. Sintió que
las notas se deslizaban por el lugar como uno de sus recuerdos más antiguos;
que eran eternos sollozos. Un ahogamiento se manifestó en su pecho cuando pensó
que si no le llegaban noticias de ella en tres días, tendría que salir.
Al terminar de comer entró a su
habitación a descansar. Intentando conciliar el sueño, evocó el rostro y la voz
delicada de Consuelo. Su tono se hizo tan tangible en su pensamiento que
imaginó escucharla en la otra habitación. Se alegró. Como un sonámbulo la buscó
en cada una de las habitaciones, pero no la halló. Después de la media noche persiguió
su aroma, aún oía su canto persistente.
Al despertar se dio cuenta de que
había pasado la noche durmiendo en una silla del comedor. Recordó la voz nítida
de Consuelo. No creía que su olor y sus palabras siguieran precipitándose
detrás de él. Mientras se dirigió a la cocina tuvo la esperanza de que le
hubiera llevado algo de mercado. Aunque su recuerdo lo perseguía, la soledad se
siguió expandiendo por el lugar sin que pudiera hacer algo. No dudó que su
imaginación se burlara de él.
No
pudo hacer café porque no había ni una cucharada. Se hizo un jugo con las pocas
frutas que quedaban y lo acompañó con un pedazo de pan. Su situación empezó a
desesperarlo porque se acababa la comida, el papel higiénico y el jabón. Aquel
día permaneció, frente a la ventana, sin saber si salir de la casa. La voz de
Consuelo, otra vez, lo persiguió durante el día. Recordó sus últimas palabras.
A
eso de las seis de la tarde destapó una lata de salchichas y la acompañó con un
pedazo de pan y media copa de vino. De nuevo se paró frente a la ventana a
observar como pasaban las personas del trabajo a la casa, como la lluvia
danzaba lentamente y le susurraba un mensaje indescifrable. Contempló como un
diente de león viajaba liviano hacia el cielo nublado, así que se dejó llevar
por su vaivén presuroso. De repente un ventarrón abrió y cerró las rejas de la
casa, trayéndolo nuevamente a la realidad. Un profundo desasosiego le nubló la
mirada al darse cuenta de que tendría que salir a la calle y respirar el mismo
aire de los otros. Sintió náuseas.
Al amanecer advirtió que había permanecido
la noche entera frente a la ventana. Ese día tampoco se preocupó por escribir,
ni por leer. Se bañó, pero no sintió ganas de afeitarse. Hasta después de las
dos de la tarde estuvo recostado en posición fetal sobre su cama. Se levantó;
no resistía más los murmullos de Consuelo que le llegaban a la cabeza. Además,
durante varias horas escuchó ruidos que venían por momentos de la cocina, y
otras veces del cuarto contiguo. Movió con esfuerzo cada pierna, como si poco a
poco se estuviera metamorfoseando en un árbol. Bajó a la cocina a revisar de
dónde provenían los ruidos. Cuando estuvo en el lugar, el sonido desapareció.
En ese momento aceptó que la soledad era
su única compañía.
Lo
asustó ver como se deslizaba su sombra sobre el piso. Pensó que lo perseguía.
Al ir a servirse un vaso de agua vio que en el lavaplatos había un pocillo y
una cuchara que no recordaba haber usado en esos días. Creyó que Consuelo había
entrado a la casa en el momento en que se hallaba acostado, pero que por
consideración no lo arrancó de sus divagaciones.
Se sintió salvado al creer que había ido y volvería
más tarde. De nuevo se paró frente a la ventana. Al ver que eran más de las
ocho de la noche y que no aparecía, perdió las esperanzas. Buscó la botella de
vino y se la terminó de tomar, sin pensar qué haría al otro día cuando tuviera
ganas de acompañar los últimos enlatados.
En la madrugada percibió de nuevo ruidos
en la cocina. Prendió el esquipo y escuchó a Tchaikovsky y a Chopin para
sentirse acompañado. Intentó conciliar el sueño, pero no lo logró, así que se
sumergió en un letargo. Oyó movimientos en la cocina, que luego se trasladaron
al segundo piso. El temor no lo dejó
moverse. Al ver que los rayos del día entraban por la ventana, se movió al
sentirse protegido. Tenía hambre. Sabía que si desayunaba no podría almorzar.
Sin saber qué hacer se acostó de nuevo abrazando sus piernas, ahogando así su
pecho. Tenía mucho sueño. Sin embargo, permaneció despierto por si Consuelo
llegaba.
Un aroma conocido se hizo presente
de nuevo. No le dio importancia a sus recuerdos. Al pasar los minutos la
emanación se convirtió en real, así que sonrió pensando que Consuelo por fin
había llegado. No se movió de su posición fetal. Unos murmullos lejanos se
aproximaron en ciertos momentos. La voz se hizo clara en su oído, y pensó:
“¡sí!, es ella”.
Buscó su voz, su olor por las
habitaciones: no había nadie. Hasta las horas de la tarde trató de hallarla. Al
ver que era inútil su búsqueda, desistió y se acostó de nuevo de la misma
forma. Se tapó la cabeza con una almohada para no tener que oír sus murmullos.
Su asco hacia el mundo que existía detrás de las puertas lo aterraba. Al pasar
de las horas se levantó de la cama y se trasladó corriendo a la sala. No sabía
qué hacer. Rasguñó los vidrios entre sollozos mientras se preguntaba: “¿Por qué
no puedo salir?”
Recostado al lado de la puerta
permaneció durante toda la noche. Un abismo se abrió vertiginosamente ante él.
Olvidado del mundo rasgó las paredes. Sintió hambre. Lo único que le quedaba
para alimentarse era un poco de verduras en conserva. También rasguñó la puerta
y la chapa. Sabía que sólo se trataba de hacer un movimiento leve y estaría en
el otro mundo. Arañó con desesperación la chapa, luego su otra mano cobró vida
resbalándose por las hendiduras del portón.
Entre lágrimas se dijo “¨¡Maldita sea!
pensar que hui de ese mundo para poder soñar”. Se acostó en el piso tratando de
conciliar el sueño. Como días atrás, no durmió sino que permaneció en un
letargo en el que su inexistencia era lo único posible. Su mano se aferró con
fuerza a la chapa. Con las uñas de la otra mano rasguñó la puerta una y otra
vez. De pronto, sin saber cómo, abrió la puerta y el frío de la madrugada se
filtró a la casa, a su corazón. Sintió cómo el viento traspasó su piel y llegó
a sus huesos. Entonces se quedó parado sin poderse mover. Vio cómo el tiempo se
desvaneció en ese instante. Le olió a
humo revuelto con naturaleza muerta. Escuchó a lo lejos los pájaros
cantar entre aleteos. Caminó y caminó; corrió. No sabía en dónde estaba. Oyó
voces lejanas que empezaron a despertar bajo ese mundo. Una llovizna leve
abrazó su cuerpo. Se sintió perseguido por aquellas voces. A lo lejos los
perros ladraban. Las exclamaciones y los ruidos lo encerraron en un lugar que
desprendía cierta fetidez causada por orines mezclados con excrementos.
Entonces un líquido espeso se precipitó por su boca. Se tropezó con el tronco
de un árbol caído que lo hizo resbalarse y caer al suelo.
Escuchó voces más cercanas, voces de
mujeres en tacones, sí, estaba seguro, eran mujeres porque olían a perfume
mezclado con labial. Huyó de ellas. Sin embargo, tropezó con una de sonrisa
hermosa. Ellas dijeron que se comportaba de forma extraña. Pensó “¿Cómo es
posible que digan eso?” Sintió que lo tocaban, como queriendo despertarlo, que
lo palpaban, así que corrió. Las calles emanaba cada vez con más fuerza olor a
orines mezclados con naturaleza muerta. Las voces, los pasos, los ruidos de los
carros se hicieron más cercanos. La contaminación esparcida por el aire no le
permitió respirar con facilidad. Aquel olor, al crear confusión en su cabeza,
lo condujo a una calle más congestionada. Oyó voces de personas que lo
señalaban. Hablaban de él, estaba seguro de que conversaban sobre él.
Vociferaban que era un loco. Percibió que las personas se hacían a un lado
cuando caminaba. Se preguntó a sí mismo: “¿Por qué dicen que estoy perturbado?
¿Acaso no son ellos los que viven felices en un mundo muerto?” Corrió, corrió
como nunca había corrido. De repente el pito de un carro, unas llantas
frenando, un golpe, y todo se hizo lejano, mucho más lejano. Escuchó una
gritería que aleteaba a su alrededor: “¡Está grave!” “Puede morir” “¡Está loco,
se me atravesó!”. Algo le hizo pensar que el tiempo ya no existía, que los
chillidos se alejaban cada vez más. Que todo era oscuridad. Oyó entre el tiempo
inexistente personas que hablaban. Luego, el tiempo se convirtió en una
eternidad. De pronto escuchó la dulce voz de Consuelo: “¿Puede morir?”. Alguien
a lo lejos respondió que no. No volvió a escuchar la música de aquellos labios.
Entonces
se despertó y se dio cuenta de que estaba en su habitación. No comprendía lo
ocurrido: “¿Cuánto tiempo ha pasado Semanas, meses?”. ¡No importaba! Se acercó
a la ventana y miró el mundo con repulsión. Como por intuición supo que
Consuelo, su empleada, hacía poco se había marchado; olió su perfume aún
deslizándose por la habitación.
Ahora fuma desesperadamente el
último cigarrillo mientras sigue inmerso en sus recuerdos. Sabe que sólo se
trata de hacer un movimiento leve y saldrá al otro mundo. Araña con impotencia
la chapa, luego su otra mano cobra vida resbalándose por las hendiduras del
portón. Toma un marcador y en una pared cercana escribe:
Nada
Absolutamente nada
Atragantado
Absolutamente atragantado
El mundo afuera formado
Por corazones envueltos
En témpanos de hielo
Mujeres de tacones
Y sonrisa hermosa
Hombres de corbata
Y sonrisa hecha
Reloj… reloj…
Un, dos, tres…
Un, dos, tres…
Todos a sus filas
La palabra se desvanece
Entre el labial y el
perfume
Un, dos, tres…
Un, dos, tres…
Todos a sus filas
No es necesario soñar…
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